De viaje por el desierto de Atacama, una piedra nos rompió el parabrisas del auto y puso en la hoja de ruta a la ciudad de Copiapó. Allí nos hablaron de la tristemente célebre mina San José. Y fuimos a verla.

Estando de vacaciones, hasta los inconvenientes se convierten en excusas para seguir andando. Así fue como, de viaje por el desierto de Atacama, en Chile, llegamos a Copiapó a buscar un parabrisas nuevo para el auto.

Por un rato, dejamos el horizonte infinito del puerto de Caldera para tomar la autopista a esta ciudad industrial que te recibe con una avenida llena de casas de repuestos para autos y, por suerte para nosotros, de todas las marcas y modelos posibles.

 

Fue sólo preguntar y esperar la colocación. Y fue justamente en esa parada que el vendedor mencionó la mina San José, aquella que en agosto de 2010 se tragó a los 33 mineros, ubicada apenas a una hora de allí. Pedimos un mapa, un par de indicaciones rápidas y allí fuimos.

 

 

Un mundo bajo los pies

Desde Copiapó a la mina San José hay un desierto de 60 kilómetros, los mismos que en esos días de crisis surcaban a toda hora socorristas, autoridades, medios de comunicación, médicos, funcionarios y familiares.

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Ahora, verano de 2018, el desierto es literal. Nadie anda a la siesta por ese mar de dunas que crece a ambos lados del camino y que inventa un paisaje en cada curva. Una postal sobrecogedoramente hermosa, pero yerma, incompatible con la vida.

No hay huellas de la mano del hombre en esa inmensidad, salvo pequeños carteles que anuncian desvíos a distintos yacimientos: mina Bellavista, mina Carmen, mina Galleguillo, mina Adrianita. Hay un mundo que late bajo nuestros pies. Cada tanto aparecen pequeñas grutas y altares con cruces en la banquina. Algo no salió bien. Alguien procura que no se olvide.

El anfitrión

Jorge Galleguillos es uno de “Los 33” y nunca dejó de ir a la mina San José, donde ahora hay un centro de interpretación que funciona en lo alto en unos contenedores blancos y él es una especie de anfitrión. Desde allí señala un par de referencias entre las dunas y dice que tiene muchos planes educativos para refundar el lugar, que luce desprovisto y hasta olvidado, como un circo en retirada.

En ese lugar remoto que tuvo al mundo en vilo durante 70 días y 70 noches, un monolito blanco de cinco metros de altura recuerda la vigilia del Campamento Esperanza que montaron los familiares. Cerca de allí flamean al viento 32 banderas chilenas y una boliviana, en nombre de los sobrevivientes.

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También hay una emotiva colección de fotos, un documental que se proyecta sin fin y un dato miserable: la cápsula Fénix usada para el rescate está oculta con unas chapas. Hay un juicio por la propiedad intelectual del dispositivo, y hasta que se resuelva seguirá tapada a los ojos del (escaso) público que llega allí.

Las agencias de turismo te acercan a la mina San José por 20 dólares. Los que vamos en auto anotamos nuestros nombres en un libro y dejamos una colaboración a voluntad. Somos muy pocos, pero los que llegan reconocen al minero, y lo saludan con reverencia, con algo de asombro. Galleguillos responde con amabilidad y sus ojos negros se clavan en algún lado. Pasó más de dos meses hundido a 700 metros del suelo y, ocho años después, está de nuevo en la mina.

Aquí hay una nota más completa sobre esta visita. Se publicó en el suplemento Voy de Viaje del diario La Voz del Interior el 10 de enero de 2019.